sábado, 8 de junio de 2013

Patio infinito

Justo fue esto lo que me encontré cuando me adentré en el abismo de luz al final del pasillo de agua del sueño que os conté el otro día.

Al principio la luz me cegó, era la luz de las 12am de un día de verano en Andalucía, pero miré al cielo y no vi ningún sol. Tampoco pude encontrar mi propia sombra. El suelo era como tiza sobre la que se había formado arenilla de la erosión del viento. Me levanté y sacudí la arena. Miré a mi alrededor y pensé "estoy en un gran patio".

Era un lugar de espera aquél patio. Estaba rodeado por arcos de estilo árabe, como si le hubieran quitado el techo a la mezquita  de Córdoba y apilado unos arcos sobre otros. Se podían contar tres filas de arcos en vertical, unidas unas a otras. Estas daban a 3 pasillos sobre cada una.
No podía subir a los pasillos porque a mí no me correspondía estar allí. La gente que nos observaba desde los pasillos en vida había sido gente religiosa, daba igual la religión, pero había sido gente que se había entregado totalmente a ello. Todos vestíamos túnicas blancas, pero a pesar de eso al mirarles podías distinguir que este había sido un rabino, el otro un sacerdote cristiano, aquella una monja, aquél el chamán de una tribu... etc, todos gente consagrada, a su manera, a su religión.

Me sorprendió que todos tenían aspecto joven para las largas vidas que habían vivido, y luego miré a mi alrededor y me di cuenta que daba igual la edad a la que hubiéramos muerto, todos nos mostrábamos en una edad joven. Y no eran sólo las personas de los pasillos las que vestían de blanco, sino todo el mundo, aunque cada túnicao vestido era diferente.

Esa gente de los pasillos nos vigilaba, y esperaba. Nos cuidaba, pero... ¿de qué?

Llamé a una chica que había sido monja en una vida hace muchos siglos. Ella bajó unos peldaños blancos hasta mí, pero se quedó a dos peldaños del suelo, sin pisar la arena en la que yo estaba. Íbamos descalzas, pero no se me abrasaba la piel al tacto del suelo.

La pregunté qué hacíamos allí, y ella me contestó algo que ya sabía: esperar.

Estuvimos un rato hablando, de un poco de todo. La frase que me dijo y se me quedó grabada fue "Yo ya morí hace mucho tiempo, y todavía no Le he visto", porque lo dijo mirando al infinito, con cierta incomprensión por la situación. Quizás estaba cansada de esperar, llevaba mucho tiempo esperando. Y nada es peor que esperar mucho tiempo en un lugar en el que  el tiempo no existe.

Seguí  deambulando por el patio, caminando de frente para ver si veía los bordes de este, pero fue en vano. No se veía horizonte, no se veía límites, pero yo sabía que tenía que haberlos, que estábamos en un gran rectángulo, pero no me atrevía a separarme de la muralla de arcos por la que había llegado, porque me daba miedo llegar a un punto en el que no viese ninguna muralla ni punto de referencia, sólo la arena que pisaba.

Fuera por donde fuera, siempre había gente, mucha gente, pero todo era tan amplio que no estábamos apretados, y caminaban tan lento mientras charlaban que no levantaban arena.

Me di cuenta de que todas las caras me resultaban familiares, de que conocía sus vidas enteras aunque habían vivido siglos antes o despué de mí. Y ellos conocían la mía. Como si fuéramos parte de una gran conciencia infinita y fuéramos transparentes ante los demás.

Otra cosa de la que me di cuenta es de que era la única que caminaba sola, así que me uní a un grupo de gente. Eran filósofos, o al menos filosofaban.

Recuerdo que en el sueño, al menos en esencia, charlé con Tales de Mileto, con Platón, con Eráclito, con mis ascendentes que fallecieron durante la peste negra, y con la abuela de mi madre. Recuerdo que me cruzaba con cualquier persona y hablábamos tan tranquilos como si hubiésemos sido siempre amigos, o más bien, hermanos.

Se respiraba la paz del ambiente y la empatía de las personas del lugar.

Y seguí caminando ala deriva, charlando con la gente... y esperando.

Aunque nunca supe muy bien a qué esperábamos, pero sabía que esto no acababa ahí.


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