lunes, 15 de agosto de 2016

Mira el reloj

Tenía una pesadilla. Una pesadilla de esas que me hicieron dejar de escribir durante un tiempo largo. De esas de las que no voy a hablaros nunca.

Desperté de la pesadilla, sudorosa, con taquicardia, pero sobre todo asustada. Sentía que no podía quedarme sola en mi cuarto, que estaba desprotegida.

Así que fui al cuarto de mis padres, no sé si para dormir con ellos, como  hago cuando mis pesadillas son muy fuertes, o por lo menos para sentirme aliviada de que todo en casa seguía siendo igual, de saber que en el mundo real estaba a salvo y las pesadillas no eran más que producto de mi imaginación, por muy reales que pareciesen.

Desperté a mi madre, diciéndole que no podía dormir, que había tenido una pesadilla fuerte.

-Mira el reloj –me dijo ella, y yo me quedé un poco contrariada de que esa fuera su única reacción.

Miré el reloj: era digital, y estaba en mi muñeca derecha. Yo nunca llevo relojes, aunque sí que es cierto que si alguna vez lo llevo, siempre es en la mano derecha, pese a ser diestra.

-Las 8:26 am-le contesté.- La verdad es que es ya es hora de levantarse, muy tarde para tener pesadillas.
Y ella sonrió. Aquél ser ya no era mi madre.

-Mira el reloj –me volvió a decir.

Y volví a mirar. Ya no eran las 8:26am. Los números variaban cada vez que parpadeaba, el am cambiada a pm o desaparecía.

Conclusión: seguía soñando, no había logrado despertar de la pesadilla.

-¿Quién eres? –le pregunté a aquel ser, que tomó la forma de mi madre en un inicio, y ahora seguía teniendo una forma femenina aunque mi memoria no puede reconstruirla del todo. No sabía si venía a ayudarme o no, pero me estaba ayudando. He leído varias veces que para darte cuenta de que estás soñando, muchos miran los relojes o carteles, que cambian constantemente, o bien prueban a saltar o volar, u otro tipo de cosas que no podemos hacer como mortales.

-Tu conciencia, desde luego, no –dijo ella como leyendo mi mente al pararme a pensar en ese consejo sobre mirar los carteles o relojes- Tú no llegas a tanto.

Creo recordar, que pese a su tono de  prepotencia, y pese a que juraría que cuando sonreía mostraba unos dientes muy afilados, algo en ella me inspiraba confianza.

-¿Qué debo hacer ahora? ¿Despertar o seguir rezando? –lo cierto es que siempre que tengo pesadillas, rezo dentro del sueño, y tiene un efecto muy potente sobre la pesadilla; aunque a mí no me quita el miedo.

-Despertar –dijo tras poner los ojos en blanco.

Y después de intentarlo fuertemente, conseguí despertar, con una sensación amarga de que no había hecho lo correcto, y de que no tendría que haberme fiado de aquél personaje.
Así que aunque estaba despierta, decidí rezar. Y seguí rezando el rosario que había iniciado durante mi pesadilla, hasta que me quedé dormida.

Y esta vez, dormí en paz.

jueves, 11 de agosto de 2016

Aguas más que turbias

Llevaba de la mano a la niña, la cual tenía que devolver a su casa. Veníamos de un lago en el que nos habíamos bañado. Pese a que sus aguas eran turbias y verdes, nosotras habíamos nadado sin problemas.
Ahora íbamos montaña arriba, por un caminito al lado izquierdo de la carretera, con el bañador puesto, la toalla al hombro. Éramos felices, cantábamos canciones para amenizar la subida.

Montaña arriba nos esperaba su hermano, que también se había bañado con nosotras, pero al andar mucho más rápido que nosotras, había decidido ir a su ritmo.

Pero ahora estaba quieto, de espaldas a nosotras. Atardecía y estaba a contraluz, por lo que sólo veíamos su silueta gacha.

Algo raro pasaba.

La niña fue a por él, abrazarle mientras seguía mojada. La típica broma del abrazo que te hacen cuando ya estás seco.

Así que yo también le hice la broma, le abracé mientras todavía estaba mojada.

Pero el tacto de su piel era diferente. Era rugoso. De repente me di cuenta de que aquello no eran arrugas de estar mucho tiempo en el agua, sino heridas como si de varicela se tratase junto con eczemas. Las heridas sangraban.

Apartó con delicadeza a su hermana, y a mí me apartó con  brusquedad. Me cogió por los hombros, levantó la cabeza y me miró. Le sangraban los ojos, la nariz y la boca, como si de una fiebre hemorrágica se tratase. Se le había hinchado el párpado inferior tanto que se le salía de la cuenca del ojo.

Una imagen aterradora.  Me cogió por los hombros, me zarandeó mientras me chillaba por qué les había hecho meterse al agua.


Y entre zarandeo y zarandeo, desperté de golpe, de sobresalto, dando un bote en la cama. Taquicardizada y sudando, sin poder borrar la imagen de aquellos ojos ensangrentados que me miraban fijamente, responsabilizándome de su enfermedad.