sábado, 2 de noviembre de 2013

El Escritor Quemado

Entrábamos en un laberinto que era parte de un museo.

Un museo dedicado a un escritor, cuyos escritos estaban en español, pero la lengua en la que hablábamos era alemán. No sé en qué país estábamos, pero desde luego, en España, no.

Llegamos al final del laberinto y entramos en la casa del escritor.

Escritor que había muerto en un incendio hace dos o más siglos.

Todo en la casa tenía signos de haber sido quemado.

Según nos contaba la guía (en alemán, claro) el escritor era muy solitario y no había tenido familia. Y era imposible sacarle de su casa, ni salía, ni dejaba que otros entraran.

Pero aquella habitación parecía el cuarto de unas niñas.

Había dos camas, una pegada a la pared de la izquierda y otra perpendicular a esta situada en  la pared contigua.
Sobre las camas había estanterías con muñecas de trapo. Ni un sólo libro al exterior.

Todo estaba quemado hasta la mitad, todo excepto una almohada, que estaba intacta.

La guía nos explicó que era la almohada a la que se encontraba abrazado el escritor quemado el día de su muerte.

Toqué la almohada y vi su historia.

Vi como una chica pálida de pelo moreno y enmarañado, muy delgada y alta, tenía una llave en la mano. No se atrevió a entrar en la casa para sacarle del incendio. Chillaba para que el hombre saliera, no podía hacer más, aquella casa le imponía tanto que, de haber sido otra casa cualquiera, no le hubieran importado las llamas para entrar y rescatar a su padre... Pero aquella casa, de sólo tres habitaciones (dormitorio, cocina y un saloncito) tenía algo que sabía que si entraba, no volvería a salir, y no era el fuego.

El escritor ya muy anciano, muerto de miedo en su cama, junto a sus muñecas, se abrazaba a la almohada y cerraba los ojos mientras se encogía en posición fetal, como un niño. Lloriqueaba, como un niño. Tenía miedo, como un niño.

Tenía miedo del fuego, pero había un miedo superior a éste: el exterior.



Prefirió morir quemado a salir al mundo real.