Llevaba de la mano a la niña, la
cual tenía que devolver a su casa. Veníamos de un lago en el que nos habíamos
bañado. Pese a que sus aguas eran turbias y verdes, nosotras habíamos nadado
sin problemas.
Ahora íbamos montaña arriba, por
un caminito al lado izquierdo de la carretera, con el bañador puesto, la toalla
al hombro. Éramos felices, cantábamos canciones para amenizar la subida.
Montaña arriba nos esperaba su
hermano, que también se había bañado con nosotras, pero al andar mucho más
rápido que nosotras, había decidido ir a su ritmo.
Pero ahora estaba quieto, de
espaldas a nosotras. Atardecía y estaba a contraluz, por lo que sólo veíamos su
silueta gacha.
Algo raro pasaba.
La niña fue a por él, abrazarle
mientras seguía mojada. La típica broma del abrazo que te hacen cuando ya estás
seco.
Así que yo también le hice la
broma, le abracé mientras todavía estaba mojada.
Pero el tacto de su piel era
diferente. Era rugoso. De repente me di cuenta de que aquello no eran arrugas de estar mucho tiempo en el agua, sino heridas
como si de varicela se tratase junto con eczemas. Las heridas sangraban.
Apartó con delicadeza a su
hermana, y a mí me apartó con
brusquedad. Me cogió por los hombros, levantó la cabeza y me miró. Le
sangraban los ojos, la nariz y la boca, como si de una fiebre hemorrágica se tratase.
Se le había hinchado el párpado inferior tanto que se le salía de la cuenca del
ojo.
Una imagen aterradora. Me cogió por los hombros, me zarandeó
mientras me chillaba por qué les había hecho meterse al agua.
Y entre zarandeo y zarandeo,
desperté de golpe, de sobresalto, dando un bote en la cama. Taquicardizada y
sudando, sin poder borrar la imagen de aquellos ojos ensangrentados que me
miraban fijamente, responsabilizándome de su enfermedad.
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