jueves, 11 de agosto de 2016

Aguas más que turbias

Llevaba de la mano a la niña, la cual tenía que devolver a su casa. Veníamos de un lago en el que nos habíamos bañado. Pese a que sus aguas eran turbias y verdes, nosotras habíamos nadado sin problemas.
Ahora íbamos montaña arriba, por un caminito al lado izquierdo de la carretera, con el bañador puesto, la toalla al hombro. Éramos felices, cantábamos canciones para amenizar la subida.

Montaña arriba nos esperaba su hermano, que también se había bañado con nosotras, pero al andar mucho más rápido que nosotras, había decidido ir a su ritmo.

Pero ahora estaba quieto, de espaldas a nosotras. Atardecía y estaba a contraluz, por lo que sólo veíamos su silueta gacha.

Algo raro pasaba.

La niña fue a por él, abrazarle mientras seguía mojada. La típica broma del abrazo que te hacen cuando ya estás seco.

Así que yo también le hice la broma, le abracé mientras todavía estaba mojada.

Pero el tacto de su piel era diferente. Era rugoso. De repente me di cuenta de que aquello no eran arrugas de estar mucho tiempo en el agua, sino heridas como si de varicela se tratase junto con eczemas. Las heridas sangraban.

Apartó con delicadeza a su hermana, y a mí me apartó con  brusquedad. Me cogió por los hombros, levantó la cabeza y me miró. Le sangraban los ojos, la nariz y la boca, como si de una fiebre hemorrágica se tratase. Se le había hinchado el párpado inferior tanto que se le salía de la cuenca del ojo.

Una imagen aterradora.  Me cogió por los hombros, me zarandeó mientras me chillaba por qué les había hecho meterse al agua.


Y entre zarandeo y zarandeo, desperté de golpe, de sobresalto, dando un bote en la cama. Taquicardizada y sudando, sin poder borrar la imagen de aquellos ojos ensangrentados que me miraban fijamente, responsabilizándome de su enfermedad.

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